Donde hay Espíritu del Señor, florece la libertad. El Espíritu es el vivificador, el que hace que se puede endulzar la amargura. El que deshace la marea del mal y hace germinar el jardín. No es la espada flamígera que defiende lo divino de lo humano sino la escalera que hace fluir la vida divina en lo humano y viceversa. El Espíritu nunca invade, siempre respeta. Es lo que nos hace humildes y a la vea nos desentierra de nuestra indigencia. Nos eleva a las cumbres divinas y nos acerca a lo más simple.
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