Aquí radica la libertad de uno mismo, en darse a Dios, en entregarse a Él. Esto que a simple vista podría parecer un renunciar a la propia autonomía, un expropiarse, es la verdadera vía para la auténtica libertad de uno mismo. Perderse en Dios para ganar la vida, para recibirla y ofrecerla al que nos la dio. Por eso cuando le damos el corazón nos ponemos en disponibilidad apostólica y somos capaces de salir de nosotros mismos y recorrer en pobreza los caminos de esta madre y hermana tierra.
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